
En el acto quinto, abandonado a la intemperie, Lear —que antes fue rey— se sienta en la mitad de un descampado, durante la tormenta, para entregarse a sus reflexiones. Pensar, y lo sabía Shakespeare que escribió la obra en medio de una crisis, es un ejercicio liberador, capaz de elevarse sobre las circunstancias adversas e imaginar no sólo soluciones sino escenarios posteriores, miniaturas de un futuro que a fuerza de empeño podría llegar el día después de la lluvia, de la enfermedad, del aislamiento.
Dentro de las muchas cosas que hemos pensado, seguramente, por estos días, y ahora que empiezan a abrirse protocolos de regreso, vías para habitar de nuevo presencialmente la ciudad, la cultura y el papel de la cultura en nuestras vidas deben de haber estado presentes. Por una parte, porque su continua presencia en los escenarios cotidianos, su virtualización y el descubrimiento de la necesidad que representa el ejercicio cultural, nos puede haber llenado de anhelo, de ganas de volver a vivir lo que seguro atesora nuestra memoria: conciertos, obras de teatro, visitas a las bibliotecas o librerías. Por otra parte, porque quienes pertenecen al sector se ven retados con la tarea, ardua pero necesaria, de plantear cuáles son nuestras expectativas y cuales nuestras posibilidades una vez que todo vuelva a fluir en un cauce distinto a la distancia.
Entre ambas cosas —el anhelo de una sociedad que descubre y vuelve a darse cuenta de la importancia del ejercicio cultural, y la creatividad de un sector donde los creadores no dejan de planear las múltiples formas del regreso— es nuestra labor como sociedad levantar, cuidar, y sostener un puente conector. Hay aquí dos tipos de creadores que nos interesa mantener en contacto: el ciudadano creador, que reconoce en la cultura una necesidad vital y demanda su presencia cotidiana; y el artista creador, que piensa, imagina y propone nuevas formas de ofrecer su creación a la comunidad. La clave, la base de lo que seamos culturalmente como sociedad, está en esa conversación.
De ahí que deba ocupar un lugar privilegiado en nuestras reflexiones cuando pensamos en el mañana, de ahí que no debamos descuidar las posibilidades que nos entregan distintos cambios en los enfoques y en el lenguaje: hablar ya no de audiencias, sino de comunidades; no de cultura como espectáculo, sino de cultura como necesidad; no del anhelo de multitudes, sino de la belleza de lo íntimo. En la medida en que nos permitamos estos ejercicios de pensamiento será posible que establezcamos las mejores —más efectivas, más cercanas, más prácticas, más bellas— maneras de volver a habitar los espacios culturales, si se quiere, tradicionales, sin tener que dejar de hacer presencia en estos nuevos lugares virtuales que hemos explorado.
Confío en la capacidad creadora de todos los bogotanos. Confío en las reflexiones que cada creador, seguro, estará habitando por estos días. Entre todos encontraremos respuestas a las preguntas que cultivamos en soledad, y compartiremos, seguro, aquellas que no tengamos resueltas, para pensarlas colectivamente y que desde ahí surjan los ejercicios de creatividad e ingenio que les darán respuesta. La llamada de la tormenta es a acercarnos como comunidad, a hilar nuestras redes con el detalle y la pericia de quien las entiende como una forma de crecer, de llegar más lejos, más alto, y ser un sector que sepa responder a la ciudad que lo necesita, a los ciudadanos que lo necesitan.
En esa esperanza, en esa confianza mutua, construyamos las dinámicas del regreso, imaginemos el mañana. Y que al como Lear, pese a la tormenta, no dejemos de creer en la belleza, en el diálogo, en la búsqueda y en los encuentros como parte fundamental de nuestras vidas compartidas.